Walter
Benjamin hablaba del aura de la fotografía para referirse a muchas de las obras
que fueron creadas en el siglo XIX. Los artistas no tenían una intención
artística pero con el tiempo las obras se habían convertido en obras de arte.
Esos artistas no pretendían trascender sino documentar. Hablamos de obras como
las de Eugene Atget o David Octavius Hill y algunos de los personajes
representados en la constitución de la Iglesia Escocesa. Durante el siglo XX y
con la democratización de la prensa escrita la fotografía perderá el aura
porque se tiende a la reproducción masiva de imágenes, algo que ha ido
creciendo de forma exponencial hasta nuestros días.
Antón
Patiño en su libro titulado el Manifiesto de la mirada define el aura de
Benjamin como una paradoja del espacio tiempo. Se trata de una irrepetible
sensación de lejanía. Algo que pasó en un momento muy concreto y que es
imposible de recuperar, ya no volverá a verse nunca más porque las
circunstancias han cambiado tanto cuando vivía Benjamin y no digamos en el
momento actual con la presencia de las redes sociales y el segundo de fama que
nos proporciona un like o un corazoncito en Instagram.
El
aura es parecida al nimbo que observamos en muchos de los cuadros que
representan a los santos o figuras cercanas a la divinidad. El aura puede
designar un prestigio especial que acompaña a ciertas obras cuyo resplandor
justificaría el respeto y veneración de las que son objeto.
Pero
también el aura podría aplicarse a cualquier objeto que se lleva a un museo,
cambia su contexto de manera que adquiere una nueva imagen y no digamos si
llega a exponerse. Por muy extraño que parezca podemos encontrar gente de todo
tipo dando vueltas alrededor y tratando de escrutar la intencionalidad del
autor para dotar de contenido artístico a un objeto cualquiera. Al estar en el
museo la obra se carga de una fuerza especial, se trata de un campo magnético
que parece atraer al espectador.
El
aura es al mismo tiempo extrañeza y familiaridad. Siguiendo los pasos de Sigmund
Freud que decía que lo siniestro es simplemente un hecho familiar que poco a
poco se fue convirtiendo en algo extraño. El aura sería la sensación de
perplejidad ante lo cotidiano.
El
aura se nos presenta como algo lejano, es una sensación que se apodera de
nosotros. Frente a ella tenemos la huella que es cercana y es algo que se
encuentra a nuestro alcance, con facilidad de acceso.
Aplicamos
el aura de Benjamin al arte pero en realidad abarca todas las ciencias humanas,
psicología, historia, estética, sociología, ideas políticas, religión, de todas
ellas podemos extraer diagnósticos reveladores del futuro.
Podríamos
decir que se observa el aura en las esculturas de Giacometti, la mirada distante
a lo próximo y cotidiano, la realidad más humilde y sencilla que produce una
inquietante sensación de extrañamiento. Figuras que hieráticas nos contemplan
fuera de tiempo, seres que arrastran su vivencia existencial como espectros del
desasosiego, deambulando hacia ninguna parte, transportando su soledad y su
drama.
Si
a un aborigen le tomas una fotografía piensa que le has arrebatado el alma, eso
mismo pensaba Walter Benjamin frente a la reproducción de las obras de arte que
comenzaba a convertirse en algo masivo. Y no hablamos de la actualidad sino que
los hacemos de los años 30 del siglo pasado. Se trata de una nueva pobreza, de
la precariedad de la sociedad moderna para poder crear nuevos modelos, del
ritmo y repetición del que nos habla Omar Calabrese como una de las características
del Neobarroco, que enlaza con el momento en que vivimos.
Benjamin
apostaba por un tipo de obras de arte que debían unir a la vez el compromiso y
una apuesta por la transformación de las estructuras actuales. La obra debía
ser transgresora y renovadora estéticamente. El Guernica de Picasso puede
servir como ejemplo de lo que estamos hablando.
El
aura nos vincula al mundo en el que vivimos y a nuestra sociedad. La obra de
arte, como decía Theodor Adorno, posee en común con la magia un contexto que la
sustrae de la realidad profana.
Benjamin
decía que la verdadera obra de arte tiene un lugar donde el que se sitúa recibe
un frescor como el de la brisa de un amanecer venidero. Quizás debamos
analizarlo de esta manera cada vez que acudimos a un museo y así diferenciar
aquello que aporta y todo lo que se trata de una simple reproducción.
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